BENÍN: EN LA CÁRCEL DE COTONÚ

Viajé a Benín en marzo de 2012 invitada por el padre Ángel García, presidente de Mensajeros de la Paz,  para informar sobre la situación de la infancia en el país y dar a conocer los proyectos de la ONG. Esto es lo que escribí tras visitar la cárcel civil de Cotonú, una de las experiencias más impactantes de mi vida. Publiqué desde allí varias crónicas y un par de entrevistas. Puedes verlo en la sección Trabajos.

Lo primero que noté al salir del coche fue el hedor. La cárcel de Cotonú huele desde la calle. No es un olor conocido, es una mezcla de muchos efluvios, una fragancia compleja, suma de sudor, humedad de gimnasio, sarcófago, cocina especiada y basura del día anterior, o del año anterior. Es un miasma amargo y espeso, como un vapor. Casi se puede masticar. Se saborea.
La prisión es un edificio encalado y ya ennegrecido de una planta de altura, con un acceso principal flanqueado por dos setos, del que nace una pasarela humana de mujeres con bebés anudados a la espalda, abuelos con la pena en las pestañas y negros vestidos de africano con gafas de sol de marca y maletines de cuero. Su disgusto fue manifiesto cuando sor Begoña, una misionera española de unos sesenta años de edad, nos abrió paso entre la cola. Los blancos no esperan turno o al menos, no si les acompaña una monja espabilada.

Al cruzar el umbral, perdimos el sol. A la derecha, una pequeña mesa de madera con dos guardias con ropa militar aguanta una caja de cartón con retales rosados. Los atan a los brazos de los visitantes para distinguirlos de los reclusos. Deciden no ponérmelo. Mi metro sesenta y cinco de carne blanca se diferencia bastante bien por sí solo. El padre Ángel también se libra. Florienn, beninés, no tiene más remedio que dejarse anillar.

A nuestra izquierda, una puerta de madera sin lacar da acceso al despacho de un militar de bajo rango y menor edad que nos recibe con la mano tendida y un pistolón en el cinto. Presume de dos grandes lienzos pintados por un preso que muestran cómo ha evolucionado la cárcel bajo su dirección: En el primero, cientos de figuras humanoides y negras aparecen de pie unas junto a otras abarrotando un espacio rectangular. En el segundo, también hay figuras sentadas en el suelo e incluso algunas, están recostadas. «Aquí se ve cómo hemos mejorado», dice el alcaide. Dormían erguidos. Ahora algunos duermen echados.

El cuadro en el despacho del alcaide

El cuadro en el despacho del alcaide

Los guardias y sus brazaletes dan paso a una segunda estancia. Cuatro muros de hormigón desnudo que flanquean un patio empedrado con un enorme baobab en el centro y a cuyo alrededor se han colocado unas parras a modo de techumbre. Es la zona de visitas, donde los reclusos se llevan las manos a la cabeza y las mujeres intentan que sus hijos dejen de llorar. Algunos tienen silla, otros se reúnen sentados en el suelo. Todos están custodiados. Todos hablan en susurros. En la cárcel de Cotonú, las penas están a la sombra y las condenas se cumplen al sol.

Dejamos atrás las parras y la cosa cambia. A peor. Un acceso estrecho y sin puerta, custodiado por cuatro reclusos ataviados con petos azules y monos amarillos, según su estatus, da paso al verdadero patio de la prisión. El hedor es casi insoportable. Hombres negros, altos y bajos, semidesnudos y vestidos, musculados, famélicos, con cicatrices, con tumores, con miradas de tristeza, de odio, de lascivia. Hombres y más hombres se aprietan contra los muros. El guardia que nos escolta alza la voz y de repente, más internos con monos amarillos abren un cordón entre sus compañeros no uniformados para dejarnos pasar. Sor Begoña es clara. Estamos entrando en la zona de los reclusos. Conviene andar ligero, no contestar a nadie y procurar mantener la mirada perdida.

Entre el gentío, distingo un patio a mi derecha y huelo la tonelada de basura que tienen allí apilada. La montaña es lo bastante alta como para que trepando se pueda saltar el muro de la prisión y lo suficientemente ancha como para cansarse caminando al rodearla. Es la única zona de la cárcel donde no hay gente. El resto del espacio es un zumbar de respiraciones y palabras en francés y lenguas africanas que no identifico. Siento sus miradas y oigo sus llamadas, pero no sé lo que me dicen. Distingo alguna sonrisa burlona. Alguien me tira un beso.

Para avanzar hay que saltar un río de mierda que atraviesa la cárcel de lado a lado. Es una canalización de desagüe convertida en vertedero de toda clase de residuos que se deslizan lentamente, formando una masa gris de espuma y gelatina. Al otro lado, un patio con el suelo de arena convertido en un laberinto de pabellones sin techar o cubiertos con uralita. Los hombres se hacinan de pie o sentados. No hay sombra para todos, ni duchas, ni esterillas, ni mucho menos camas ni colchones. Conviven asesinos con violadores y ladrones de comida con muchos, muchos inocentes. Mas de 2.000 internos y menos del diez por ciento tiene ya una condena. El resto está esperando a que un juez se acuerde de que están ahí dentro.

La caseta más grande tiene forma circular y está techada con paja. Allí decenas de hombres permanecen brazo con brazo. Unos cocinan en brasas candentes sobre el suelo. Otros trastean con cosas que ocultan a nuestro paso. Algunos, simplemente, están. El pasillo comienza a estrecharse y la religiosa me pide que eche un ojo a mi izquierda. Ahí está. El foco del hedor. Es una construcción de hormigón cuya única ventilación es la estrecha puerta enrejada que le da acceso. Entre media docena de hombres apiñados junto a ella, intuyo dos hileras de literas mugrientas en un espacio sucio y sombrío. No hay ventanas. El olor que desprende es tal, que lagrimeo. A continuación hay dos construcciones similares. Allí son encerrados los 2.406 prisioneros de la cárcel de Cotonú desde las seis en punto de la tarde hasta que sale el sol, a eso de las seis de la mañana. Sobra decir que no hay literas para todos. Tampoco hay suelo para todos. Como en el cuadro del alcaide, más de dos mil personas pasan la mitad de cada día de pie, espalda con espalda, sudor con sudor. Sin un reloj en el que contar el paso de las horas.

Detrás de estas casuchas, sobre estimadas bajo el nombre de barracones, el hormigón traza un pasillo horadado en pequeñas salas, de dos por dos, donde algunos internos hacen negocio. En uno se venden samosas. En otro, un grupo de hombres juega una partida de algo utilizando unas piedras. También hay una celda para el teléfono, donde se apiñan un montón de almas en torno a un aparato analógico, amarillo y de pago. El único en la prisión. En otro de los agujeros se ven dos máquinas de coser y mas allá, un hombre moliendo piedra junto a otros cuatro que trabajan hierro. Enfrente de esta especie de celdas hay dos pequeñas construcciones de una planta. Una es una mezquita y, la otra, una iglesia para culto múltiple donde tan pronto hay un hombre conjurando vudú como otro oficiando misa.

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La cama de un grupo de internas

Dejamos atrás la zona masculina para entrar al área de mujeres. Me llama la atención que una veintena acunan bebes o cargan niños muy pequeños en la espalda. «Algunas es verdad que entraron embarazadas. A otras, bueno. Digamos que los guardias se pasean por aquí», me explica Begoña. Los cuatro que nos escoltan probablemente lo habrán hecho. Nos miran con desconfianza. Quizá intuyen que hablamos de ellos.
Las mujeres son 122 en un espacio donde no caben mas de cincuenta personas. Eso, tirando por lo alto, porque en las dos casuchas en las que son encerradas de seis a seis, solo cuento 40 camas. Uno de ellos, el construido por Mensajeros de la Paz, tiene unos ventanucos que permiten que circule el aire. El otro, como el de los hombres, no cuenta con más ventilación que la puerta.

Las internas con más antigüedad han convertido cada litera en un dormitorio. En algunos colchones reposan además todo tipo de enseres. Algunas tienen mantas. Una me llama la atención: el estampado es de Dora la Exploradora, que sonríe a la nada en una cárcel de Benin.
Afuera, disponen de un patio de unos diez metros cuadrados, techado con uralita y flanqueado por dos pasillos angostos, el que da acceso a las duchas y el que te devuelve a la zona masculina. Para 122 mujeres hay dos agujeros en el suelo con una tubería en lo alto. El agujero es el váter y tienen que ponerse descalzas sobre él porque de la tubería sale el agua con el que deben asearse.
Por los suelos hay esterillas con mujeres tumbadas matando el tiempo. Otras friegan cacharros o se maquillan meticulosamente. Algunas hacen trabajos de peluquería, otras dormitan, las hay que cocinan y las que simplemente acunan a sus bebés. Tienen una máquina de coser, aunque por lo que cuentan, no debe funcionar muy bien. Se dirigen a nosotros para pedir dignidad. Recuerdan que una abrumadora mayoría lleva años pendiente de juicio, suplican ayuda, no tienen manera de pagar la fianza. Una joven se acerca con curiosidad a la delegación. Tiene los incisivos de oro, los ojos despiertos y la piel blanca y joven. Es la única que no parece tocada por el tizón y también la única que no entiende ni habla una palabra de francés. Se llama Anne, es sudáfricana, tiene 23 años y lleva uno en Cotonú, metida en ese agujero. La condenaron por transportar cocaína. Su embajada le dijo que no podían hacer nada por ella porque, a diferencia de la mayoría de las reclusas, ya ha sido juzgada. Quiere la extradición, pero no tiene quien apele por ella porque no dispone de un céntimo para pagarlo. «Era la primera vez que hacia algo así en mi vida», repetía como un mantra.

Dormitorio de los niños en la cárcel de Cotonú

Las literas de los niños

Con el corazón a punto de estallar, me guían hasta el área de los niños. Es un corral con el suelo de arena y un pequeño pabellón central donde lo hacen todo, desde comer hasta matar el tiempo mirando una pizarra tan gastada, que de haber nuevos apuntes, no se distinguirían de los viejos. Son 55, el más pequeño tiene doce años y, como casi todos, está acusado de hurto. A partir de las seis, les encierran en un pabellón de unos diez metros por cuatro, donde veinte colchones de espuma putrefacta les esperan en dos filas de literas. Veinte camas para 55. La descomposición del material de los colchones, sobre los que no hay ni mantas ni sábanas, les está haciendo enfermar, y uno a uno van cayendo intoxicados sin saber muy bien cómo ha ocurrido. La estancia desprende un hedor aún más fuerte que el de la zona de los adultos. «Son niños, me dice Begoña, y los niños mojan el colchón cuando tienen pesadillas». En la cárcel civil de Cotonú cientos de niños tienen malos sueños cada noche. Tampoco para ellos la justicia es tan rápida como el tiempo que corre ahí dentro. Rodrige, de 17 años, lleva casi dos esperando un juicio. Él es carne de cañón a corto plazo: en cuanto cumpla 18 será trasladado al otro lado del muro.

En la cárcel civil de Cotonú residen en la actualidad 2.406 hombres, mujeres y niños. De ellos, solo 318 tienen una sentencia en su contra. El resto son preventivos demasiado pobres para pagar la fianza, demasiado prescindibles para que un juez deje de tomar el café a media mañana por leer su expediente. Hay muchos, muchos inocentes entre los muros del infierno y los años pasan y pasan quemando la vida mientras se van evaporando las esperanzas. Un cura de la delegación se atrevió a decirles: «vosotros por lo menos sabéis donde estáis. Ahí afuera hay muchos que están perdidos». La respuesta no tardó en llegar: «Sí padre, los otros no saben donde están, nosotros tenemos claro que esto es nuestro cementerio».

Cotonú, Marzo de 2012

«El precio de un niño en Benín depende de lo bueno que seas negociando»

   COTONOÚ, 10 Marzo de 2012. (De la enviada especial de EUROPA PRESS en Benín, Isabel Vega)

El presidente de Mensajeros de la Paz en Benín, cuyo nombre de cuna es Kouduro Rama Yao pero a quien todos llaman Florian, encabeza desde hace diez años esta filial de la organización del padre Ángel García en un país donde el abandono de niños no está tipificado como delito y la trata de menores y la explotación infantil se encuentran a la orden del día, hasta el punto de que, según afirma, «el precio de un niño depende de lo bueno que seas haciendo el negocio».

Presidente de MDP Benín

Florian dirige uno de los dos centros de protección infantil que Mensajeros regenta en el país y preside la Respect, una red local de ONG, asociaciones y congregaciones religiosas organizada para rescatar y proteger a los niños de todo tipo de condiciones de abuso y violencia, con un método que funciona y que en las próximas semanas se convertirá en decreto ley marcando las pautas de trabajo con menores y los estándares de calidad de los centros de acogida de todo Benín.

Esta red de «ojos», que trabaja en estrecha colaboración con la brigada policial de menores, vigila los mercados, lugares preferentes tanto para el abandono de niños como para su compra venta, y dan la voz de alarma. El equipo de Mensajeros acude a la llamada, acoge al niño en su centro de protección y emprende una labor detectivesca para componer las piezas del puzzle de su historia y encontrar a su familia.

Algunos escaparon de un matrimonio forzoso, de la explotación laboral, del abuso sexual o de los malos tratos que les ofrecía su casa y acabaron perdidos en la gran ciudad. Otros fueron abandonados por sus padres, vendidos a quienes prometieron darles un futuro mejor o simplemente, se despistaron de la mano de sus madres en el mercado de Cotonú, la capital económica de Benín, que cuenta con uno de los bazares más grandes de África.

«Cada día en el mercado de Cotonú hay niños abandonados o perdidos. Pasa todos los días. A veces hay familias que no tienen dinero y vienen, los dejan y se van. También hay muchas niñas que vienen de los pueblos de los alrededores de Cotonú, que se escapan por lo que sea y acaban aquí para buscar trabajo. Llega alguien, les ofrece dinero por trabajar y se las llevan, pero eso se convierte en una historia de violencia sexual o esclavitud», ha explicado.

Florian apunta que cuando se ‘compra’ o capta a un niño puede ser para hacerle trabajar en el mercado, aunque «otra opción suele ser mandarles a la cantera, que es el trabajo más duro», porque los niños, que llegan a perder toda la dentadura por las condiciones en que se encuentran, están picando la piedra para que el explotador saque beneficios vendiéndola.

«Otras veces es para trabajo doméstico. El niño limpia tu casa y tus hijos se van a la escuela mientras él sigue allí trabajando», lamenta Floriann, quien afirma que «los casos más difíciles son los de niños, aunque se abandonan más niñas, porque dentro de la cultura no tienen el mismo valor que los niños, ya que no pueden guardar la dinastía y con ellas el apellido se pierde».

Una vez localizado el menor, la organización se dispone a averiguar cuál es su problema. «Enviamos asistentes para ver qué pasa con la familia, hablamos con la brigada de menores para declarar que hemos encontrado al niño en situación de abandono y, después, acudimos a la justicia a por otro papel, que es la declaración de abandono, por la que se nos concede la tutela provisional. A partir de ahí, el niño se viene al centro», explica.

Lo que permanezca junto a los otros niños recogidos por la organización dependerá de la suerte que tenga Mensajeros de la Paz en la localización de la familia y la resolución del conflicto. La estancia media es de seis meses, aunque hay menores que han llegado a estar tres, cuatro y hasta seis años, en un caso, viviendo en el centro de la organización. En la actualidad, hay más de sesenta tutuelados en los dos centros, aunque por allí han pasado cientos.

LA INTEGRACIÓN EN EL CENTRO Y LA BÚSQUEDA DE LA FAMILIA

Cuando el niño ingresa en el centro, llega en unas condiciones «muy difíciles» y «normalmente, es muy violento». Sin embargo, la experiencia de los trabajadores, su colaboración con una psicóloga infantil y la acogida por parte del resto de niños cambia la situación. «Tenemos una suerte fantástica porque los propios niños se ocupan de poner en condiciones al que llega, que inmediatamente va a tener un amigo», apunta el director del centro.

Mientras se produce este proceso y el niño comienza a hablar de lo sucedido, Mensajeros de la Paz investiga sus orígenes y trata de localizar a la familia. Se dan tantos supuestos como niños. Una noche, recibieron el aviso de que dos menores de 3 años y año y medio estaban solos en el mercado. Les acogieron y, por su acento, dedujeron que procedían de algún lugar de la frontera con Togo. Movilizaron todos sus recursos, publicaron imágenes en la televisión de aquel país y, al cabo de un año, encontraron a los padres.

«La madre de los pequeños había sufrido un infarto en el mercado de Cotonú. La ambulancia se la llevó, pero nadie sabía que tenía niños», explica Florian, aunque reconoce que no todas las historias acaban con un final feliz. No hace mucho, Mensajeros reintegró con sus parientes a uno de los niños rescatados de la explotación laboral y durante el seguimiento del caso la organización descubrió que la familia le había mandado de nuevo a trabajar a Nigeria.

SUPERVISIÓN CASO POR CASO

No obstante, «es raro» que sucedan estas cosas. Cuando la organización localiza a la familia, habla con las autoridades de su aldea para que la obliguen a acudir al centro. Previamente, se habla con el niño para saber qué miembros de su familia considera amigos. El familiar que finalmente se hace cargo del menor, que en muchos casos no es un progenitor sino un tío o un abuelo, asume la tutela legal y queda bajo vigilancia de las autoridades de su aldea, que también se implican en el proceso.

Durante los dos años siguientes, Mensajeros hace un seguimiento caso por caso de las reintegraciones familiares y, a partir de ahí, organiza unos campamentos de verano de obligada asistencia para todos los niños reintegrados, incluso los que ya llevan más de tres años con sus familias. «Es una oportunidad fantástica para tener tiempo y que el niño te cuente qué ha pasado durante el último año y, si hay algo raro, volvemos. Normalmente todo va bien, pero hay casos», añade.

A veces, se producen sorpresas, como un niño refugiado cuya madre falleció y que fue derivado a una familia de acogida, con la que actualmente vive, tras pasar seis años en el centro. Casi ocho años después, Mensajeros de la Paz ha localizado a un hermano suyo en Congo. «Te da alegrías, pero trabajar con protección infantil es muy difícil. No duermes pensando en las historias que te cuentan los niños y te preguntas una y otra vez cómo es posible que pasen estas cosas».

Mensajeros de la Paz, en la cárcel de Cotonú (Benín)

Las reclusas, incluso las que conviven allí con sus bebés, se hacinan en barracones sin ventilación durante horas

COTONÚ, 2 Mar. (de la enviada de EUROPA PRESS, Isabel Vega) –

Dormitorio de los niños en la cárcel de CotonúMensajeros de la Paz suministrará colchones y construirá media docena de duchas en la Cárcel Civil de Cotonú, capital de Benín, donde la organización trabaja desde hace una década, según el compromiso que ha trasladado a la dirección de la institución penitenciaria el presidente de la entidad, el padre Ángel García, que se encuentra en el país para conmemorar el 50 cumpleaños de esta asociación española que desarrolla proyectos en medio centenar de países en apoyo a los colectivos más vulnerables.

En Benín, la asociación mantiene dos centros infantiles y colabora con distintas instituciones, como la citada Cárcel Civil de Cotonú, donde Mensajeros de la Paz lleva trabajando varios años en la mejora de las condiciones de vida de los reclusos. A la tarea ya realizada, como la construcción y equipamiento de un módulo para las internas, se suma ahora el compromiso de levantar media docena de duchas para las mujeres y de suministrar, este mismo viernes, colchones para los presos menores de edad.

Ese es el acuerdo al que ha llegado el Padre Ángel tras una visita a la institución penitenciaria donde se hacinan más de 2.400 hombres, mujeres y niños, aunque de ellos sólo 318 han sido condenados por un juez. El resto, 2.217 hombres, 122 mujeres y 55 menores, se encuentran en prisión preventiva en espera de juicio, pero, tal y como reconoce la misionera de la parroquia madrileña de San Bruno Begoña Díez, «en esta cárcel se sabe cuándo se entra y no cuándo se sale».benin1

Aunque Benín oficialmente ya no aplica la pena de muerte, que sigue reconocida en la Constitución del país, no son pocos los presos que fallecen mientras están en prisión, en la mayor parte de los casos, por enfermedad. Esta situación ha llegado también a la zona de encarcelamiento de menores, una corrala de arena con muros de hormigón adyacente al patio de los adultos, que cuenta con un barracón de 10 metros por cuatro donde la podredumbre de los colchones de espuma está intoxicando a los niños.

«Cuando vine la primera vez, visité la cárcel y me quedé encogido viendo que las mamás y los bebés dormían allí, en la misma tierra y me dije que esto no podía ser. He visto muchas cárceles y esta ha sido la más inhumana. Había que hacer algo», ha señalado el padre Ángel en declaraciones a Europa Press.

Díez señala que toda la población de la cárcel, que se concentra buscando la sombra en un laberinto de pasillos en torno a barracones austeros y pequeñas chabolas, es encerrada en los pabellones donde deben dormir a partir de las seis de la tarde. La superpoblación del centro es tal, que en estos recintos tienen que colocarse prácticamente «unos encima de otros» y aprovechar cada centímetro cuadrado de suelo para aguantar hasta el amanecer. Por eso, afirma, «si enferma uno, enferman muchos».

benin3   Esta es la preocupación que los propios menores han trasladado al padre Ángel, a quien han leído una carta acordada por todos en la que demandan además de los colchones, material escolar –disponen de dos pizarras viejas y gastadas–, maestros para no perder los estudios que cursaban antes de entrar en prisión, medicamentos, materiales para poder fabricar cualquier producto que se pueda vender dentro o fuera de la cárcel y un futbolín para matar el tiempo.

El encargado de la lectura ha sido Rodrigue, un joven beninés que ronda ya la mayoría de edad y que lleva 28 meses en la cárcel esperando a ser juzgado. Es uno de los mayores del grupo y, por eso, no tardará en ser trasladado a la zona donde se hacinan los adultos. Convive con otros 54 chicos, entre los que hay niños de 12 y 13 años de edad. La religiosa explica que si bien alguno de ellos tiene delitos de sangre, la mayor parte han sido acusados de hurto.

HACINADAS SIN VENTILACIÓN Y CON SUS BEBÉS

En la zona de las mujeres, donde viven 122 féminas, la situación es similar. El único barracón como tal, con ventilación y espacio para las literas es el construido por Mensajeros de la Paz, ya que los otros dos de que disponen las reclusas apenas cuentan con diez metros de largo por tres de ancho y, pese a que muchas viven allí con sus bebés, no hay camas, colchones ni esterillas suficientes para todas. Además, sólo disponen de dos duchas que hacen también las veces de retrete.

Por este motivo, sus peticiones de ayuda a Mensajeros de la Paz se han centrado en la necesidad de más espacio para su higiene, aunque también necesitan máquinas de coser y bordar para poder seguir produciendo algo que les permita tener ingresos suficientes para subsistir dentro de la prisión, donde los propios reclusos han organizado una especie de mercado en el que se compra y vende desde la comida hasta el agua potable.

En este caso, la portavoz del grupo ha sido Prisca Legba, que lleva 18 meses esperando a que se vea su caso y que aún confía en la justicia. Más intranquila está Amina Adebolá, una mujer mayor que lleva cuatro años encerrada en espera de juicio. Su mayor preocupación es la pérdida de contacto con la realidad ya que, según ha denunciado, las internas no tienen «papeles en ningún lado» por lo que fuera de los muros de prisión es «como si no existieran». «Ni siquiera sabemos cuándo vamos a salir, tienen que arreglarlo», ha pedido.benin2

La religiosa recuerda que en esta cárcel conviven violadores con asesinos, con ladrones de comida y «con muchos, muchos inocentes» y coincide con el padre Ángel al destacar que sean o no culpables, son seres humanos y las condiciones de reclusión deben ser en cualquier caso, respetuosas con sus derechos fundamentales.

«En el transcurso de estos cincuenta años de Mensajeros de la Paz me he encontrado muchos técnicos y listos, pero hagop mía la afirmación de la Madre Teresa de Calcuta: ‘a mí dejadme darles de comer, que para lo demás ya estáis vosotros'», ha añadido García, para incidir en que aunque estén encarcelados, no merecen que la sociedad les olvide